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lunes, 23 de mayo de 2011

El mundo del té se divide en cuencos y asas



En 1988 tuve el placer de realizar un intercambio cultural en Japón, cuando apenas tenía 22 años.  Viví en la casa de una familia de clase alta en Tokio y una tarde me invitaron a tomar el té.  La mesa baja apoyada sobre el tatami tenía almohadones para sentarse y doblar las piernas por debajo de ella.  Cuando llegó la empleada con la bandeja para apoyar la vajilla de té, para mi  sorpresa “occidental” llegó una tetera de porcelana pintada con flores de color rosa pastel,  con una agarradera de bambú artesanalmente torcida y 4 cuencos con el mismo diseño –tazas sin asa-.  La dueña de casa sirvió un cuenco, lo giró 180 grados en el sentido de las agujas del reloj, bebió tres sorbos y lo pasó a su esposo, quien lo volvió a girar y bebió.  Me sirvió a mí, lo giró y me lo ofreció con una reverencia.  Yo lo acepté con reverencia y lo giré por las dudas.  Eso si, no lo pasé a su hermano, me lo quedé. Ella sonrió.  Al beberlo era amargo para mi paladar, acostumbrado en aquella época al gusto del mate dulce.  Disimulé, lo tomé todo, no solicité azúcar, lo compensé con unos higashi que son como masas secas japonesas bien dulces que ofrecieron en platitos.  Aquella tarde todo siguió en silencio y en armonía.  No conversamos, sólo tomamos el té.

Foto:  Tetere


Durante mi único día libre, salí a comprar recuerdos y un pálpito, que ahora comprendo, me llevó a elegir una tetera parecida a aquélla y sus 4 cuencos que encontré en un bazar hermoso en el centro de Tokio.  Al otro día, al abandonar la casa de mis anfitriones, la señora japonesa –que nunca la olvidaré por sus modales suaves, su sonrisa constante y su delicadeza para tratar a su bebé- me regaló un kilo de té verde en un paquete de papel de aluminio cerrado al vacío.  Como no entendí en ese momento el valor del regalo, a mi vuelta lo regalé a una amiga fanática de esta bebida milenaria.  Años más tarde me di cuenta que había regalado un kilo de té verde Gyokuro de Kyoto, (una joya hoy en día).




Diez años más tarde,  trabajé en la embajada de Egipto.  Todas las tardes, todos, tomaban té negro.  Mi función era organizar eventos protocolares. Durante los mismos vi servir el té en eventos organizados por las embajadas de Marruecos y de Túnez en vasos transparentes con y sin asas, con y sin decoraciones –por lo general doradas-.  Todos observábamos el servicio que consiste en servir los vasos de té, volverlos a volcar en la tetera, agregarle azúcar y/o menta y volver a servir pero esta vez desde medio metro de distancia mínimo para causar una espuma sobre el mismo.  “Deli”, diría una amiga querida (por “delicioso”).  Yo siempre elegía con asa, por las dudas de que estuviese muy caliente.


Durante ese tiempo,  antes de casarme,  tomé el té al estilo inglés en la casa de la abuela de mi esposo.  La tetera y las tazas de estilo victoriano, jamás las olvidaré. Tenían un diseño de rosas rococó rosadas y la mesa larga de madera estaba vestida con un hermoso mantel blanco calado en la caída, antiguo, blanco inmaculado.  Tomamos un té negro con sabor a naranja a las cinco en punto de la tarde, maridados  con scons.  Recuerdo con alegría que salté de la silla al escuchar el reloj cucú justo en el momento que tomaba la taza por el asa.  Cinco años después no conseguí ese té y llamé a Lipton en Londres y les pregunté por qué no se conseguía, me dijeron que no lo elaboraban más.



Agatha Christie tomando el té 

Beatles tomando el té durante una conferencia de prensa

Ya en el 2004 comencé a estudiar sobre té gracias a la carrera de Sommelier y causalmente compartí el estudio con una compañera, hoy colega, cuya hermana se había ido a vivir a Inglaterra y había dejado su departamento a nuestra disponibilidad para estudiar, con una característica: LA DESPENSA ESTABA LLENA DE TÉ DE TODO EL MUNDO, ESPECIALMENTE DE LA INDIA. Cada día que nos reuníamos probábamos uno distinto, y allí el paladar fue lentamente adaptándose a los tipos de té, verde, negro, rojo, amarillo, y blends del mundo entero.  Es curioso cómo la vida a veces nos va llevando hacia un camino a través de los años, sin que nos demos cuenta. En mi caso, el camino del té.



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